Cada vez que, siendo niña, a ella llegaba, por cuestas que se fueron transformando con los avances del tiempo, la veía siempre como una tierra prometida, un oasis mítico que parecía otro país, de tan bello, de tan calmo, de tan galante, de tan acariciado por una brisa leve que me hablaba de la profundidad de una historia cuyo pulso no conseguía sentir en Buenos Aires. Color y olor del aire perfumado a clavelitos de Malka y duraznitos dulces de los huertos ancestrales de Juella y La Banda: uno de los corazones de Nuestramérica, eso es Tilcara.
Hoy es enero. Y sentada en el cafecito de Tukuta, miro, frente a mí, lo que me parece ser el escenario de una profanación, las imágenes de un argentinicidio. No es amargura ni rencor lo que me lleva a decirlo. Es, en verdad, curiosidad intelectual: busco porqués, y respondo a una preocupación originada en el afecto por un espacio humanizado por la historia, un paisaje que nunca fue solamente una tarjeta postal, sino un pueblo iluminado por el paso de las gentes por miles de años de población continua. En 1966, un antropólogo argentino llamado Pablo Aznar, que luego pasaría la otra mitad de su vida en Chile y Nicaragua, en un exilio infinito que acabaría por expatriarle el alma, susurró en mis perplejos oídos de niña: “la Quebrada es un inmenso cementerio”. Y esas palabras me tocaron hasta hoy, cuando finalmente he venido, lentamente, a comprenderlas en su cabal significado, pues fueron dichas para explicarme el fuerte hechizo que me pareció emanar de una escena que mis deslumbrados ojos porteños y todavía infantiles percibieron de entrada como no meramente natural: no era solo naturaleza lo que manifesté ver, y a eso respondió su frase. Lo que decía y continúa diciendo es que este cementerio no es de muertos, sino de vivos. Sus espectros habitan Tilcara de forma positiva, histórica, abierta al continente y al futuro, y solo ahora comienzo a desvelar ese enigma, que es político en verdad.
Pues bien, me asomo hoy a uno de los avatares que pasan por este inmenso sementero de historia, con sus muertos vitales que indican, con su presencia, un sentido de futuro, una inspiración para la construcción de una nación, que deriva, como extraviada hace dos siglos. Una nación que necesita urgentemente auscultar este paisaje humano para conseguir entenderse y encontrar rumbo. Me asomo al desolador fenómeno que llaman “Enero Tilcareño” y que no es otra cosa que una profanación colectiva de este espacio. Una vez por año, durante un mes, Tilcara sufre una violación en grupo, una violación multitudinaria. Me pregunto: ¿por qué será? ¿qué es lo que significa? Intentaré aquí algunas explicaciones.
¿ Cuál sería el rédito, para una colectivo informe de jóvenes provenientes de las urbes argentinas, de juntarse en una localidad adorable para, en un arrobo que busca lo dionisíaco sin en realidad conseguirlo (porque lo dionisíaco depende de una estructura ritual que en esta ocasión no existe), saltar sin gracia, beber sin meta y orinar sin continencia? ¿ Cuál será el rédito que obtienen las autoridades Ticareñas al abrir las sagradas calles de este histórico pueblo a esta masa perdida y desnorteada – que viene al norte pero no busca el norte, porque hasta para buscarlo hay que anticiparlo, en algún interior de la consciencia y del corazón, como brújula interna que orienta hacia el sentido de la vida?
Enigmáticas son estas dos preguntas. Duele intentar responderlas. La primera de ellas, porque no nos falta amor ni piedad por las masas juveniles, urbanas y perdidas, que ni con dinero pueden ya comprarse el acceso a la plenitud de los placeres que emanan de sentirse protagonista de la historia, de ser parte de una comunidad, de amar entrañablemente el paisaje que acunó la propia nación de que son parte, y que se convierte ahora, por un mes, en madre profanada, abusada, ensuciada en este acto masivo de destrucción y mácula. ¿Odio y renegación de sí mismos? ¿Auto-desprecio en el acto de despreciar el paisaje-madre profundo de su tierra patria? ¿Síntoma de la desesperación que resulta de la falta de todo lo que no sea mercancía? ¿Racismo que lleva, por un lado, a los visitantes, a considerar que un pueblo puede ser abusado impunemente por ser no-blanco y originario de estas bandas, y, por otro, a los locales, a aceptar el carácter subalterno de esa posición abusada?
Responder la segunda pregunta es, sin embargo, más engorroso todavía. No nos atrevemos siquiera a formular, a insinuar, lo que podría llevar a las autoridades municipales y provinciales a entregar su pueblo a esta rapiña intolerable. ¿Qué se esconde por detrás de este acto de verdadero abandono de autoridad? ¿Por qué abdican de su papel de responsables por la custodia de una jurisdicción que les ha sido confiada? ¿Qué beneficios se obtienen con esta entrega, que se nos presenta como un tráfico, una trata que opera con el cuerpo mismo de Tilcara y lo negocia por una paga que no se entiende bien cuál es? ¿Cuánto vale Tilcara, ofrecida y barateada para ser ocupada, depredada, forzada, orinada, vomitada hasta volverse fea y casi morir cada año, cada enero?
Venir a Tilcara ha sido, para generaciones, y , debe seguir siendo, para muchos, una peregrinación, una subida al norte con el ánimo de rendir culto a un santuario del país y de América. Es necesario garantizarles, a los que vienen con este espíritu, que así puedan seguir haciéndolo.